Roberto José Claro Jure
Médico general
Ellos dieron su mayor esfuerzo para luchar contra el coronavirus, pero perdieron su batalla en los pasillos de un hospital. Por su valentía, serán recordados y homenajeados como los mejores guardianes de la salud.
La COVID-19 ha impactado duramente a los cucuteños no solo en lo económicos sino en la salud. Desde el 15 de marzo que se confirmó en una mujer de 47 años el primer caso de COVID-19 en la capital nortesantandereana, la ciudad no ha parado de notificar casos positivos.
Tal es el aumento de contagios en Cúcuta que siete meses después de ese primer caso, la cifra de personas infectadas, a 31 de octubre de 2020, supera las 20 mil. Cabe destacar que, hasta el 26 de octubre, la pandemia había dejado 710 fallecidos, de un total de 33.694 muestras practicadas y con resultados conocidos. También, las autoridades de salud confirmaron 11.715 personas recuperadas y solo 73 estaban hospitalizadas con servicios de UCI.
A esta situación no estuvo ajeno el personal de salud de Norte de Santander. En lo corrido del 2020 han fallecido 6 médicos, 5 enfermeros, un instrumentador quirúrgico y un nutricionista en Norte de Santander.
COVID-19 en personal de salud en Colombia | Boletín No. 54 | 6-11-2020
En Cúcuta, la curva de la pandemia está en descenso, a tal punto que las autoridades decidieron levantar la alerta roja que imperó durante agosto.
En cuanto al nivel de ocupación UCI las autoridades de salud del departamento aseguraron que está en el 60 por ciento, esto quiere decir que hay capacidad de respuesta en Cúcuta en cuidado crítico a las personas que producto de la COVID-19 lo requieran.
Según la Gobernación de Norte de Santander, el Hospital Universitario Erasmo Meoz adquirió equipos para poner en funcionamiento otras 60 unidades UCI.
En cuanto a la expansión hospitalaria especializada para pacientes COVID-19, en Ocaña se tiene previsto la implementación de 45 unidades de cuidados intensivos, de las cuales ya se tienen 19 instaladas. No obstante, se afronta una dificultad y es que no hay suficiente talento humano especializado en el manejo del cuidado crítico, en esta zona de la región.
En Pamplona, recientemente, con una inversión cercana a los 3.000 millones de pesos, se logró habilitar 19 camas de cuidados intensivos que permitirán atender las necesidades de cuidado crítico producto de la enfermedad del COVID-19 y otras enfermedades.
Duras críticas se escuchan por estos días en Cúcuta y Norte de Santander por las condiciones en que vienen trabajando muchos de los médicos que están en la primera línea de atención de la COVID-19.
El médico anestesiólogo e intensivista Arturo Arias, miembro de la Fundación Humanizando las Unidades de Cuidados Intensivos (UCI), fue uno de los más incisivos al señalar que la corrupción tiene permeado el sistema de salud colombiano.
“Para nadie es un secreto de que hay senadores que manejan nóminas paralelas de los hospitales públicos, todo, patrocinado por la sociedad civil de la corrupción”.
El profesional de la salud relacionó que cuando un enfermo estrato 1, 2 o 3 llega a un servicio público de salud va a sufrir las consecuencias de que el estado no ha invertido 250 millones de dólares para la salud pública, que es un derecho fundamental, porque todo se lo roban y no queda dinero para invertir en infraestructura”.
En conclusión –asegura- la primera línea que atiende la COVID-19 es carne de cañón devastada, completamente herida en guerra, de una guerra molecular que no vemos, porque a nadie le importa, porque se ha perdido la dignidad y la humanización de la medicina en todos los niveles, y lo que sí importa es el vil dinero corrupto que entra fácil por cualquier motivo, esto es lo que está pasando no solo aquí en Cúcuta sino en Colombia. “Al que le caiga el guante que se lo chante”, subraya.
Un médico de primera línea debe ser bien pago, igual la terapeuta, igual la enfermera, y esa plata de dónde sale, pues de la que no se roben, dijo Arias.
“Esta sociedad rica en corrupción cree que con montar 300 camas chinas (UCI) es suficiente; y 300 ventiladores, que son inservibles y peligrosos para la salud, según el ministerio de Salud, va a sufrir las consecuencias de una alta mortalidad y una alta comorbilidad, por qué, porque se le olvidó lo más importante del sistema de salud: el talento humano, que no hay en la provincia, y no lo hay, porque nuestras universidades locales no tienen investigación de alto nivel”, acotó el galeno.
Está pasando, dice Arias, que muchos de los que hoy están en primera línea de atención de COVID-19 no tiene la suficiente formación en cuidados intensivos para enfrentar el terrible virus.
Atiende un médico que puede ser hasta epidemiólogo haciendo cuidados intensivos, y no hay intensivistas dirigiendo toda una infraestructura, porque esto es imposible que un intensivista maneje 300 camas.
Al sistema de salud público corrupto le da igual con montar un parapeto que parezca un médico o una enfermera formada, o una terapeuta bien formada en ventilación mecánica, ellos creen que están cumpliendo y lo que están haciendo es estafar al pueblo, lo anterior sin contar que están suministrando medicamentos falsos y de mala calidad.
Y hay gente sin entrenamiento en neurocrítico, porque el COVID se está comportando como una enfermedad neurocrítica y como una enfermedad inmunológicamente.
Y entonces están mandando a los pobre muchachos (médicos) a la primera línea, en condiciones infrahumanas, sin seguridad industrial ni seguridad biológica, ya que finalmente un hospital es una industria.
Reclamó por la muerte del médico Roberto Claro: cómo es posible que el doctor Roberto Claro haya muerto. Él no debió estar en un hospital público en la primera línea, porque sabíamos que iba a morir. Cuando un médico de este talante se enferma no puede estar hospitalizado en un hospital público, la ARL debe contratar un avión y ponerlo en Santafé de Bogotá.
Arias aseguró que los elementos de bioseguridad que se están poniendo los médicos son de mala calidad. “Eso no le importa a nadie, porque además a las ARL lo que le importa es que la gente se muera”. Aquí, cuando los médicos se enferman tienen que suplicarle a la ARL que los proteja en su bien fundamental de la integridad física. Los médicos y enfermeras de primera línea son el valor humano más importante de esta sociedad, hacia ellos debe estar el enfoque de la salud pública., remató el especialista en cuidados intensivos.
A su turno, el presidente del Sindicato de la Salud de Norte de Santander, Arístides Hernández, coincidió con Arias al afirmar que el personal de la salud de la primera línea está desamparado.
Desde un comienzo nosotros reclamamos elementos de
bioseguridad de primera calidad para hacer frente a la
pandemia, pero no hemos sido escuchados.
Precisó que en el departamento se ha venido negando el
tapaboca N-95. Llamó la atención en que la enfermedad viene
con pacientes asintomáticos y ello es mucho más peligroso para
los médicos que están en primera línea y sin protección
adecuada.
Hernández aseguró que quienes hoy cuentan con estos elementos es porque los han comprado de su propio bolsillo. Dijo que entre las necesidades apremiantes que existen en el gremio de la medicina están el que dignifique su trabajo, que la remuneración sea buena y que haya garantías laborales, equipos y trato digno.
El presidente del sindicato de la salud de Norte de Santander relató el caso del doctor Ever Camacho, el último médico muerto por COVID-19 en Cúcuta, a quien se atendió primero en la unidad básica de Comuneros, luego fue trasladado a la clínica San José, de aquí fue remitido a las carpas del hospital Erasmo Meoz, y de allí los mismos médicos amigos de él hicieron recolecta y lo pasaron para la clínica Norte, “pero la ARL le negó los medicamentos y en esa espera de ser trasladado a un centro de alta especialización para que recibiera terapia ECMO, murió”.
En un comunicado, la ARL Positiva reseñó que
“tan pronto recibimos la solicitud iniciamos la
expedición de las autorizaciones correspondientes, tanto de
hospitalización en unidad de cuidados intensivos, como el
traslado a otra institución dentro de la ciudad de Cúcuta;
la realización de procedimientos quirúrgicos y en el caso de
la terapia Ecmo. Recurrimos a 11 instituciones hospitalarias
del país para remitirlo sin obtener respuestas afirmativas,
ya sea porque no disponían de cupo o porque el paciente no
cumplía criterios para realizar el tratamiento de terapia
ECMO, menciona en el documento”.
“Cuando estaba en mi infancia, no presentía tantos
pesares.
Cuando fuí adolescente vivía contento y despreocupado.
Y hoy me acuerdo de Joaco, mi hermanito inseparable.
A quien tengo hoy aquí, en este día de mi
cumpleaños”.
Su muerte devastó al equipo médico y a toda su familia. Pero, tal vez, a Joaquín lo derrumbó por completo, al punto de llegar a pensar en abandonar la medicina. Y su razón era más que entendible.
El doctor Joaquín Claro, quien es anestesiólogo cardiovascular y trabaja en el área de urgencias de la Clínica Medical Duarte, conoció desde el primer momento en que Roberto se mostró enfermo. Al principio, fue llevado a la que fue su casa por más de 30 años: el Hospital Erasmo Meoz. Pero, posteriormente, decidió tenerlo en sus manos y monitorearlo el mismo, junto a su equipo, en la Duarte.
Por aquellos días, Joaquín no se despegó un solo instante de su lado a riesgo propio de contagiarse y con el dolor de verlo derrumbarse como un castillo de naipes. En un intento final, aprobó su traslado a Bucaramanga para que fuera conectado a un ECMO (soporte temporario artificial del sistema respiratorio).
Cuando empezó la pandemia, Roberto tenía la fatal premonición que si él llegaba a contagiarse moriría y así sucedió. Pese a que los directivos del Meoz le pidieron que se retirara del servicio por su edad (de alto riesgo) y algunos inconvenientes de salud, él optó por seguir ‘frente al cañón’, por encima de todas las circunstancias.
Aquellas parrandas vallenatas, días de pesca y viajes sorpresa a los que tenía acostumbrados a los suyos ya no volverán. El doctor Roberto, nacido en el municipio de Pivijay (Magdalena), se fue con los más sentidos reconocimientos por su labor. Por muchos días, las llamadas y los gestos de condolencias hacia su familia, su esposa y dos hijos, parecían no terminar.
El médico Everth Dayán Camacho Ordoñez soñaba con ser ortopedista.
‘No nos pudo esperar más para el traslado’
Cuando Leidy Marcela García habla de su esposo, el doctor
Everth Dayán Camacho Ordoñez, su rostro se divide con gestos
emocionales evidentes. La alegría y el orgullo sobresalen para
reconocer la calidad de persona, esposo, papá y profesional
que fue el médico general, pero también, la tristeza y las
lágrimas por la pérdida de su ser querido, la invaden mientras
recuerda que fue una víctima más de la COVID-19.
Confiesa que la relación con Camacho siempre fue intensa y les faltó tiempo, ese mismo que hoy valora en cada segundo por la ausencia de su pareja.
Recuerda con agrado aquel enero de 2014, cuando conoció al entonces estudiante de medicina, mientras ella trabajaba en un restaurante, en el que Camacho almorzaba a diario. “Una vez me escribió y me pidió que saliéramos. Todo fue muy rápido, a los quince días me pidió que fuéramos novios”, dijo García.
García acompañó al doctor Camacho en sus mejores momentos, especialmente cuando el 24 de junio de 2016 recibió el grado de médico general de la Universidad de Pamplona.
“Yo me empecé a sentir mal ese día y al día siguiente hicimos una prueba y nos dimos cuenta de que estaba embarazada de nuestro hijo Isaac”, recordó García.
Los elogios como papá para el doctor Camacho no se hicieron esperar. La mujer, que ya era mamá de una niña de un año, cuando inició su relación con el médico, recordó que él siempre le brindó amor a su hija y conformaron una familia feliz.
“Él era un niño. Cuando llegaba a la casa y se quitaba su bata de médico, jugaba con los niños, estaba siempre con nosotros. Su mejor plan siempre fue estar con su familia”, dijo García.
El doctor Everth Camacho nació el 10 de agosto de 1989 en Pamplona. Trabajó en la Unidad Básica de Comuneros, la que parecía su segundo hogar, pues desde que se graduó siempre laboró allí.
Además, trabajó en el batallón García Rovira de Pamplona, el Hospital Jorge Cristo Sahium de Villa del Rosario, en la clínica Medical Duarte y en la de Sanidad de la Policía.
“Él siempre fue muy valiente, ni de esto ni de nada tenía miedo. Decía que debía transmitir seguridad y tranquilidad a sus pacientes”, dijo García, quien alternó su hogar con su labor como enfermera.
Sin embargo, una leve tos fue el inicio del contagio del doctor Camacho, el 25 de agosto. Aunque inicialmente se trató en la casa, el 6 de septiembre tuvo que ser trasladado a la clínica San José, posteriormente pasó al Hospital Erasmo Meoz y luego a la clínica Norte, donde finalmente murió el 21 de septiembre, esperando un traslado a un centro médico de mayor nivel, para que le practicaran un examen al que no pudo esperar.
La esposa del doctor Camacho describe como un hecho agresivo, lo que hizo el coronavirus con el médico.
“En tan solo tres días la salud de él se deterioró y después todo fue desesperante. Aunque nunca contemplamos la posibilidad de que muriera, nunca nos despedimos”, dijo la doliente.
Decenas de trabajadores de la Clínica San José salieron a darle el último adiós
Cuando inició la pandemia en Colombia, el médico intensivista Hernando Tomás Meza, quien era el jefe de la Unidad de Cuidados Intensivos (UCI) de la Clínica San José en Cúcuta, tenía mucho miedo. Por ello, mantenía actualizando sus conocimientos, en aras de descifrar la potencia con que el virus afectaba a algunas personas y lo asintomático que resultaba para otras la transmisión.
Su esposa Eliana Patricia Monterrosa, también médica y quien trabajaba en la misma clínica, hoy vive en Barranquilla junto a sus dos hijos, acompañada de sus familiares más cercanos. El dolor por la repentina partida del doctor Meza no le permite, por lo pronto, regresar a donde quedaron sus más vivos y especiales recuerdos. A Cúcuta llegaron por cuestiones laborales y se quedaron a vivir.
El pasado 17 de julio, luego de cumplir su turno, en la primera línea de atención de pacientes COVID, el doctor llegó a su casa con un dolor de cabeza. Su esposa, que lo esperaba para la cena, creyó que aquel dolor era atribuible al cansancio. Pero, al día siguiente amaneció con fiebre de 38 grados.
Desde aquel día, inició la dolorosa historia para su familia. Hernando Tomás, quien había sido estricto en sus cuidados de bioseguridad, al punto de no acercarse a sus hijos en su casa y de prohibirles salir, optó por encerrase en una habitación para prevenir aún más llegar a afectar a los suyos.
Sin embargo, su salud se agravó. El 23 de julio al mediodía le aumentó la frecuencia respiratoria y fue internado en la Unidad de Cuidados Intensivos de la Clínica Norte. Pero, la situación no mejoró y fue trasladado a Bucaramanga a la Fundación Cardiovascular de Santander para que fuera conectado a un ECMO (soporte temporario artificial del sistema respiratorio). Murió el 29 de agosto.
En un acto simbólico, entre aplausos, cantos y con globos
blancos, que se elevaron hacia el cielo, fue despedido por sus
compañeros de la Clínica San José. Meza, de 43 años, dedicó
más de 14 años de su vida al servicio de los pacientes.
Este médico, amante de la lectura y la música, siempre será
recordado por sus amigos y compañeros como un profesional
disciplinado que daba todo por sus pacientes.
Por lo pronto, Eliana Patricia Monterrosa no haya consuelo y
pide como profesional que las personas se sigan cuidando.
Muchas veces- dice- nadie se imagina la soledad en la que
mueren los pacientes COVID.
Las honras fúnebres del médico Hernando Tomás Meza se
cumplieron en Barranquilla.
‘Entregó el turno y se quedó como paciente’
El médico Jorge Enrique Torres trabajó en la UCI del Hospital Erasmo Meoz.
El doctor Jorge Enrique Torres nació el 26 de noviembre de 1980 en el barrio San Fernando de Santa Marta. Su espíritu alegre, parrandero y amigable, característico del pueblo costeño siempre lo identificó en Cúcuta, donde inició y se destacó en su carrera profesional como médico general.
Desde niño se destacó por ser responsable y por su esmero por
salir adelante, por eso, vendió chance y aprendió el valor del
trabajo, guiado por sus padres.
Aunque soñó con ser futbolista profesional, sus anhelos se
frustraron cuando sufrió una lesión de rodilla en un partido
en su barrio.
Por petición de su papá, Torres ingresó a estudiar medicina en la Universidad Cooperativa de Colombia en Santa Marta. Aunque perdió el primer semestre, no desistió y continuó formándose hasta lograr el objetivo.
Cuando tuvo que hacer el internado llegó a Pamplona (Norte de Santander) donde formalizó su carrera. Posteriormente hizo el año rural en el corregimiento Las Mercedes de Sardinata. El médico retornó a Cúcuta, donde empezó a trabajar en algunas clínicas como la Santa Ana.
Finalmente, en marzo inició sus labores en el Hospital Universitario Erasmo Meoz, donde logró cumplir su misión médica en la Unidad de Cuidados Intensivos, batallando en la primera línea contra la COVID-19.
“Yo le pedí que se saliera de ahí, pero él estaba contento de estar trabajando, siempre me pedía que me cuidara, que él estaba protegido. Un día entregó el turno como médico y se quedó como paciente, de donde no volvió a salir”, recordó Jorge Torres, papá del galeno.
Ese día fue el 17 de agosto, cuando habló con él por última vez. Aunque Torres manifestó que simplemente tenía una gripa, los papás presintieron que algo mal estaba ocurriendo.
A los tres días siguientes, el doctor Torres tuvo que ser intubado y todo se convirtió en momentos de angustia. Solo los gestos sirvieron para comunicarse a través de videollamadas. Siempre quiso mantenerle la esperanza a sus padres de que volvería a estar bien.
“Era un gran hijo, siempre estuvo pendiente de mí. La última vez que lo vi me envió un gesto de que me quería y que cuidara a sus tres hijos”, recordó la mamá de Torres.
En su tierra natal lo recuerdan por su alegría, por la capacidad de hacer sonreír a cualquier persona y de su gusto por la música de Diomedes Díaz.
El pasado 17 de septiembre, Torres no pudo seguir luchando por
su vida y perdió la batalla contra el coronavirus.
El Hospital Erasmo Meoz lo despidió con honores, resaltando la
excelente labor que desempeñó el médico en medio de la
pandemia.
“Es muy doloroso y es impresionante que esta enfermedad me haya quitado a mi hijo. Solo podemos tener paciencia”, dijo la mamá.
Su rectitud fue ejemplo en casa y en su profesión.
William Vesga Jaimes se convirtió, tras la llegada de la emergencia sanitaria generada por la COVID-19, en fiel defensor de las medidas de bioseguridad no solo al interior de su hogar sino en su lugar de trabajo.
Su esposa y ‘eterna novia’ como ambos se decían
por 28 años, Nubia Medina, cuenta que aún es la fecha y
desconocen cómo se contagió, porque era muy riguroso con los
cuidados.
Sin embargo, para la familia Vesga Medina sobrellevar el
proceso de contagio del doctor William fue muy duro, porque él
comenzó con síntomas muy leves el pasado 6 de julio, pero su
estado de salud se fue complicando que ameritó que fuera
hospitalizado a mediados de ese mismo mes en la clínica San
José.
El 18 de julio fue llevado a la Unidad de Cuidados Intensivos (UCI), donde peleó por su vida hasta el 5 de agosto, fecha en la que falleció.
El doctor William tenía un carisma único, su bondad lo sobrepasaba, siempre pensaba en los demás por encima de sí mismo. Su rectitud y buen ejemplo profesional lo llevó a trabajar por más de 20 años en Imsalud.
“Él nunca negaba una atención a nadie, siempre quería lo mejor para nosotros (…) Él fue una bendición para nosotros. Nos decía que la vida hay que disfrutarla y siempre debíamos ser justos y correctos. Su vida fue ejemplo desea rectitud única”, afirma su hijo William Vesga.
La pasión por su profesión fue un ejemplo que dio siempre en el seno de su hogar. Su legado quedó en las manos de su hija mayor, Juliette Melissa Vesga Medina, quien siguió los pasos de su papá estudiando medicina.
“Mi padre creo como médico algo muy difícil de alcanzar, porque cuando las personas se enteran que soy hija de William Vesga me dicen que me toca ser mejor o igual, que es muy difícil alcanzarlo porque muy acertado en sus diagnósticos”, cuenta la doctora.
Comenzó su experiencia laboral en el Hospital Erasmo Meoz, pero tras el proceso de reestructuración pasó a trabajar a Imsalud, donde inició en el 2000 hasta el 2020, siendo incluso gerente encargado en una oportunidad.
“Mi papá por estas dos décadas trabajó para esta empresa, era médico general de planta, le entregó toda su vida a la empresa, él la quería mucho se sentía orgulloso de ella, porque siempre nos decía que gracias a ella él tenía todo para darnos a nosotros”, dice la hija.
La vida del doctor Vesga para sus compañeros de labores fue ejemplo de entrega y dedicación. Su familia sostiene que su profesión como médico le apasionaba y era su vida. Era médico egresado de la Universidad Industrial de Santander (UIS), y posteriormente se especializó en Gerencia Pública, Gestión de Empresas y Aseguramiento a la calidad.
El coronavirus no la dejó donar sus órganos. Sus hermanas la recuerdan como una trabajadora abnegada y un ser humano intachable.
La pandemia de coronavirus ha destrozada familias, como los Mesa Ruiz, del barrio García Herreros de Cúcuta, en donde lamentablemente la enfermedad se llevó a una de las tres hermanas y a la madre de ellas en una semana.
La vida de Sandra Mesa Ruiz, quien era enfermera jefe del área de Urgencias en el Hospital Universitario Erasmo Meoz (Huem), se apagó el 8 de agosto, al perder la batalla contra la COVID-19, enfermedad a la que le puso el pecho durante varios meses, pues pasaba sus días atendiendo a los contagiados que llegaban allí.
Su repentina partida dejó un enorme vacío y así lo indicó su hermana Jackeline, quien también es enfermera en el Huem, del área de cuidado neonatal, y resultó infectada. Era “una gran mujer, una gran profesional, una gran hija, una gran tía, una gran hermana. Una persona con múltiples cualidades, tenía defectos como cualquiera”.
Recordó que Sandra Mesa fue condecorada como la mejor jefe del hospital, por su carácter, su carisma, su vocación y por su don de ayudar al que más lo necesitaba. “No era conflictiva como jefe, pero era muy exigente, se untaba de paciente y no le daba miedo hacer las funciones del auxiliar de enfermería, era de esas pocas jefes que hay en el hospital”.
Rosa Delia Mesa Ruiz, la hermana mayor, se refirió a ella como una mujer intachable, pues “era tan honesta”, que si juntas unían dinero para comprar una pizza y sobraban 200 pesos, Sandra le entregaba “la monedita de 200”, porque “era muy recta”.
“Ella siempre decía que quería donar sus ojos, su corazón. Yo le decía que ese corazón era muy noble y tierno: para qué vamos donar es corazón, si fuera un poco más fuerte, sí. Que los ojos no, porque no sirven -a ella la habían operado-. “¿y el hígado?”, a lo que yo le respondía que tampoco”, subrayó Rosa Delia entre lágrimas y risas.
Manifestó solloza que, para Sandra, al donar sus órganos ayudaría a muchas personas. Sin embargo, ese deseo no se lo pudo cumplir, porque debió ser cremada, como lo demandaron los protocolos de bioseguridad para el tratamiento de cadáveres COVID.
Un promesa entre hermanas Jackeline Mesa recordó que en un día de tertulia con su hermana, Sandra le pidió que le prometiera que, de caer en un grave estado de salud y tuvieran que intubarla, no le permitiría vivir así.
“Usted no me va dejar que yo sea un piltrafa, que me aspiren, que me tomen gases. Prométame, porque no quiero sufrir eso, prometa que usted me va ayudar”, le dijo Sandra en esa oportunidad, relató Jackeline, quien se comprometió con ella a que, en una situación así, a no dejarla sentir dolor y a cuidarla.
Uno de sus peores miedos de esta heroína de la salud era caer postrada en una cama y ser una carga para sus hermanas y mamá. Al principio de la pandemia, le llegó a expresar a su hermana su temor de contagiarse y morir, pues sufría de hipertensión.
“Hasta última hora ella firmó el desistimiento (para que no la intubaran). Fue cuando le dije: ¡Sandra, por Dios! No me vaya dejar sola, déjese intubar, deje de ser necia, déjese intubar y salimos de esto. Ella decidió firmar y yo también firmé, después se la llevaron y me dijo adiós. Al rato me llamaron las compañeras y me dieron las cuentas de Sandra, fue cuando me dije: Sandra se nos muere”, manifestó Jackeline Mesa.
Rosadelia nunca perdió la fe de ver a su hermana recuperada y se abrazó en su creencia en Dios y en que una “persona tan buena” como su pariente no podía irse de este mundo aún. “Eran las 9:00 o 9:10 cuando todo el mundo empezó a llorar a gritar. Yo repetía: no puede ser ella…Fui a la funeraria y estaban como los chulos, pendientes de quién se murió, a quién hay que hacerle … yo no sé, porque así es la vida, así es el mundo”.
La adoración de la enfermera del Meoz era su mamá Emma Ruiz, a quien le consentía todo. Hasta el último instante dijo que se encargaría de su madre. El día en el que ella murió, Emma fue ingresada al hospital por la dificultad respiratoria, no supo que su progenitora venían estando mal de salud y Emma no se enteró, en esa última semana de su vida, que su hija había fallecido.
El viaje a México que tenían planificado las hermanas y su madre ya no podrá ser, sus Navidades y Nuevo Año serán muy distintas. Jackeline Mesa quedó a cargo de ‘Chester’, el perrito de Sandra, para cumplirle la promesa que le hizo en una de sus conversaciones sobre la vida.
Amor y despedida surgieron en el dispensario del cantón
militar San Jorge
En honor a Blanca Doris
Por Laura Serrano
Aferrado a la fotografía de su esposa, el sargento viceprimero de la Trigésima Brigada del Ejército, Carlos Andrés Tovar, trata de asimilar la muerte de la mujer más amorosa que haya conocido: la enfermera Blanca Doris Camargo.
El sargento contiene las lágrimas. Está sentado en su escritorio, se hace el fuerte para no llorar delante de la gente, pero el vaivén que marca con sus pies lo hace evidente en su desespero por el dolor de perder a su amiga, compañera y confidente.
La auxiliar de enfermería del dispensario del Cantón Militar San Jorge se la llevó la Covid-19 en dos semanas, tras haber sido hospitalizada.
Ambos resultaron positivos para ese mortal virus. Él sobrevivió y a ella la atacó una neumonía que no les dio oportunidad ni de despedirse.
“Ella era una mujer dedicada a su trabajo y a su hogar. Era mi amiga. Teníamos una relación excelente”, contó Tovar.
Los sueños de esta pareja quedaron truncados desde el viernes 26 de junio, cuando Blanca Doris presentó los primeros síntomas.
“Ese fin de semana era el último festivo de junio. Tenía malestar general, dolor de cabeza, le dolía todo el cuerpo y tenía fiebre. Para el sábado siguió con los síntomas. El domingo y lunes empeoró pero fuimos a trabajar el martes y ahí ya no pudo más”, contó el esposo.
Según el relato, Blanca Doris se derrumbó en una silla del dispensario del cantón militar, tras presentar ahogo y fatiga. En una ambulancia la trasladaron y su esposo la acompañó.
La enfermera entró de urgencias a la Clínica Medical Duarte.
“Ese martes hablamos. Me contó que la dejaban hospitalizada porque tenía una neumonía avanzada. Yo tuve que volver al batallón. Por la noche fui a recoger su almohada y cobija preferida y se la llevé”, narró el sargento, quien para la fecha también empezaba a presentar gripa y fiebre.
Ese primero de julio, lo último que habló la pareja de esposos, fue la recomendación de Blanca Doris, al insistirle a él que debía ir a casa y ducharse para que controlara la fiebre de 39° que tenía.
“Me quedé dormido. Ella me llamó a las 8 de la noche pero no oí el celular. Me desperté a las 2 de la mañana y devolví la llamada pero no obtuve respuesta. Al otro día, el 2 de julio, la llamada de la clínica me advirtió que ella había empeorado y que había sido ingresada a la unidad de cuidados intensivos”, recordó el esposo.
El sargento llegó a preguntar por su esposa y las esperanzas de vida que le dieron los médicos eran desalentadoras. Al tiempo que también decidieron hospitalizarlo por los síntomas que padecía.
Él duro 5 días internado en la clínica. Ella 14. La muerte de la auxiliar fue registrada a las 10:40 de la mañana del 14 de julio.
El sargento debía estar en cuarentena. La noticia le llegó y no podía salir de su casa porque debía cumplir aislamiento. Se sentó en el sofá y empezó a pensar, a asimilar y resignarse. “La mente me quedó en blanco. No sabía si llorar, gritar o coger la moto y salir a la clínica.
Aun no lo asimilo. Siento que ella está viajando o está en algún otro lado, pero lo cierto es que no está”, dijo el sargento.
El viaje a Valledupar para ir al festival de Vallenato, la
construcción del segundo piso de la casa, la compra de una
segunda vivienda, el bebé soñado. Son algunos de los planes
que quedaron sin cumplir entre el sargento y la auxiliar de
enfermería.
Para el soldado ha sido difícil la partida repentina de su
esposa, tanto que la depresión que siente al no tenerla es
notoria, por eso le pidió a un compañero soldado que se fuera
a vivir con él para tener con quien hablar.
“La siento aun conmigo, en mi cama. Siento que se acuesta a mi lado y me acaricia la cabeza. Todavía siento eso”, contó Tovar, mientras acelera el movimiento de sus pies. Del amor que nació en el dispensario del cantón militar, hoy quedan los recuerdos y una que otra promesa que el sargento quiere cumplir.
La auxiliar de enfermería le temía a la COVID-19, porque
su deseo era disfrutar de su nieto de 9 meses.
Leonardo Favio Oliveros M. | leo.oliveros@laopinion.com.co
“Mi mamá en la casa le gustaba hacer aseo y mover todas las cosas de su sitio, era chocha. Era muy ordenada, pero también le gustaba el desorden, en el sentido de que era una persona alegre, fiestera y sonriente”.
Así describió Freymar Pérez Manosalva a su mamá Madeleyne Manosalva Carvajalino, a quien siempre recordará por su sonrisa. Era muy servicial y siempre estaba dispuesta a ayudar. La auxiliar de enfermería es otra heroína de la salud caída en la guerra contra ese enemigo invisible que cambió al mundo: la COVID-19.
Manosalva trabajaba en la Unidad Básica de Atención (UBA) La Libertad, en el barrio homónimo de Cúcuta, institución adscrita a Imsalud. Allí llevaba más de siete años de labores, de los 13 que tenía como enfermera, según Freymar Pérez.
Ella se desempeñaba en el área de las citas médicas y su oficio lo ejerció siempre con Imsalud, rotando por varios centros asistenciales. Se caracterizó por su proactividad.
“Allá –en La Libertad- había hasta médicos que decían que si Madeleyne no estaba, no atendían, porque ella se manejaba muy bien en la atención a las personas. Todo el mundo tenía que ver con ella”, destacó el familiar. Y en ese vaivén de su trabajo se contagió de coronavirus.
Con la pandemia, entonces trabajaba dos días a la semana con los implementos de bioseguridad.
Pero de un momento a otro llegó enferma a la casa, con desaliento, y llamó a su hijo para decirle que no podía visitarla, porque sospechaba de tener el virus.
“Ella reportó su situación y nunca, en los 12 días que duró enferma, fueron –profesionales de la EPS a la que estaba afiliada- a tomarle la prueba. Yo le colaboraba en todo, le llevaba los tratamientos que médicos conocidos me recomendaron para combatir el coronavirus”, afirmó Freymar Pérez.
Lastimosamente, la salud de Madeleyne Manosalva Carvajalino empeoró con el pasar de los días y el martes 28 de julio llegó la tragedia. “Ella estaba en la casa, llevaba un día con el ahogo, pero de un momento a otro se puso muy mal. Me fui de inmediato para la casa, cuando llegué ya no tenía signos vitales”, relató el hijo de la enfermera.
A pesar del oscuro panorama, Freymar decidió subir al carro a su progenitora y trasladarla desde el barrio San Martín al servicio de Urgencias de la UBA La Libertad, pues guardaba una pequeña esperanza de que sucediera un milagro. Sin embargo, no hubo nada que hacer, la cucuteña había partido del plano terrenal a sus 43 años.
“Fue un momento muy fuerte para mí. Mi mejor amiga era mi mamá, era la única persona con la que contaba para todo. Podré tener a mi papá vivo, pero no soy con él como fui con ella. Podré tener muchas puertas abiertas en cualquier lado, pero la puerta que más desearía tener siempre es la de mi madre”, manifestó con dolor el joven.
Sostuvo que gracias a sus tíos, quienes movieron cielo y tierra para lograr que los restos de la profesional de Enfermería no fueran cremados, pudieron darle sepultura en el cementerio de Los Olivos, en Los Patios.
Freymar Manosalva extrañará la alegría de su mamá y su personalidad extrovertida, es consciente de que el vacío dejado no lo llenará nadie, siempre estará en su mente y su corazón. Ahora, desde el cielo, los cuidará a él y a su pequeño Samuel Andrés, de 9 meses.
“Como era su único hijo estaba pendiente de mí, a pesar de que no vivíamos juntos. Ella me decía que le daba miedo la pandemia, porque no quería dejarme ni dejar a mi hijo. Ella vivía y moría por su nieto, era su adoración”.
Agregó que para tranquilizarla le dijo que se calmara, que su trabajo era ser enfermera y tenían que ser fuertes; además, “con el favor de Dios y la Virgen no se iba a contagiar”.
Al preguntársele si él llegó a infectarse, debido al contacto estrecho con su madre el día de su muerte, el muchacho respondió que 20 días después perdió los sentidos del gusto y el olfato, síntomas característicos de la COVID-19, pero no lo reportó a su Entidad Promotora de Salud (EPS).
No obstante, subrayó la razón para no notificar a la EPS. “Imagínese, si a mi mamá, siendo del sector de la salud, no fueron a tomarle la prueba en los 12 días que estuvo enferma, qué se puede esperar para los demás. Incluso, aun me llaman -de la EPS- y me preguntan: “¿cómo está Madeleyne?”.
Señaló que cuando esto sucede le provoca tratarlos mal, por su inoperancia, pero respira hondo y se llena de paciencia. “Ya lo que pasó, pasó. Después de su muerte, debieron hacerme seguimiento a mí y a quienes estuvimos con ella, hacernos los exámenes para descartar que estuviéramos infectados”.
Lamentablemente, ese cerco epidemiológico nunca se llevó a cabo por parte de las autoridades sanitarias.
Un instrumentador quirúrgico entregado en cuerpo y alma a
su labor. Su inspiración indiscutiblemente siempre fueron
sus hijas.
Nelbin Ariel Pita, no imaginó jamás que aquel 28 de julio, día
en que su hija menor cumplía años, sería internado en la
Clínica Samaritana donde trabajaba como instrumentador
quirúrgico, debido a que la COVID-19 deterioró su estado de
salud en cuestión de horas.
Semanas atrás había logrado compartir tiempo con sus hijas menores, luego de pasar más de 100 días sin verlas, ya que, debido a la pandemia y a su trabajo como profesional de la salud, el distanciamiento fue el principal protocolo de bioseguridad que se estableció para prevenir un posible contagio.
Sin embargo, fue inevitable. Mientras estaba con sus niñas,
Nelbin presentó síntomas asociados al virus, por lo que
decidió enviar a sus hijas de regreso a casa con su exesposa y
madre de las pequeñas, sin contar con que las menores también
se contagiarían.
Julieth Pita, hija mayor de Nelbin, residía en Estados Unidos cuando se enteró que su papá se encontraba en delicado estado de salud. En medio de la pandemia y con cientos de restricciones, logró acceder a un vuelo humanitario que la trajo de regreso a Colombia los primeros días del mes de agosto.
Su ilusión era ver a su padre recibiéndola en el aeropuerto, pues desde hace más de 2 años no se veían físicamente, solo a través de una pantalla. No obstante, otro fue el panorama, pues por llegar del extranjero, tuvo que estar en cuarentena obligatoria sin tener la oportunidad de ver a su progenitor en vida por última vez.
El 11 de agosto, la esperanza de abrazar a su padre nuevamente, se desvaneció. La COVID-19 fue cruel, tanto así que, Julieth, Anyeli Natalia y Marian Sofia, despidieron a el hombre más importante de sus vidas en un pequeño cajón donde ahora reposan sus cenizas.
Lo recordarán como el mejor padre “Lo que siempre me va a quedar de él, es que fue el mejor papá del mundo. Él siempre me apoyó en mis sueños. Me complacía en todo a mí y a mis hermanitas. Era un excelente papá, era echado para adelante y muy emprendedor, además de ser un excelente instrumentador”, dijo entre lágrimas, su hija mayor, Julieth Pita.
“Cariño” como le decían todos en la clínica por el gran afecto que le tenían, fue un hombre no solo entregado a su profesión, sino también a sus hijas, quienes eran su mayor inspiración para todo lo que hacía y por las cuales luchó hasta el final.
“La inspiración eran sus hijas. Sus hijas eran su
vida entera. El ayudó a criar a sus hijas. Todo el mundo nos
dice ahora ¿dónde están las niñas? y todo el mundo es con
ese amor. Todo ese amor que él dejó, lo están recibiendo
ellas”, mencionó por su parte, Julieth Blanco, exesposa de Nelbin
Ariel Pita.
Anyeli Natalia y Marian Sofía, no se arrepentirán jamás de haber contraído el virus debido al tiempo compartido con su padre cuando él ya estaba enfermo, pues sienten que Dios les brindó la oportunidad de despedirse de él y pasar sus últimos días de vida a su lado.
“Antes de que pasara todo, estuvimos con él en el mismo cuarto y ahí fue donde nos contagiamos, pero no me arrepiento de nada. Me acuerdo de que nos vimos la película de Tarzán con él y hablamos de las experiencias de las familias de nosotros”, detalló Anyeli.
Recuerda a su papá como un hombre sabio, ya que todo lo que decía se cumplía. No solo era su progenitor, también era su mejor amigo, el hombre en quien más confiaban y aquel que soñaba con llevarlas al altar algún día.
Despertarse cada mañana y saber que papá ya no está, no ha sido nada fácil para sus tres hijas, quienes, en medio de lágrimas y sonrisas, recordaron a su padre como el mejor hombre e instrumentador del mundo. La familia de Nelbin Ariel Pita, sabe que esta pérdida jamás se superará completamente. Le piden a los cucuteños ser más responsables con las medidas sanitarias, además de que aprendan a valorar a las personas que tienen a su lado, pues en cuestión de horas, la vida puede cambiar.